En homenaje al homagno, hombre nación que fuera José Martí y Pérez, reproduzco acá a petición de algunos amigos el último capítulo de mi libro Realismo metafísico: Un texto mistérico acerca de la creación literaria, «Premio Ensayo Ego de Kaska 2020», donde me adentro en los misterios de la muerte heroica de nuestro aeda ario:
Martí se adentra en el Valhalla cubano
La vida y la obra de Martí, especialmente la experiencia de la guerra y la escritura en su Diario, lo muestran como ejemplo de escritor por excelencia del realismo metafísico. Martí, debido a su conexión con lo divino, deviene una especie de paradoja en dos pies pues, entre otros aspectos a tener en cuenta, apreciamos que siendo el precursor del movimiento modernista en las letras es sin embargo en su estilo sacro y su comportamiento heroico, agonal, un vate antiguo; un vidente heleno. En ese mismo sentido habría que decir que en la procura de rechazar los gastados modelos artísticos y expresivos de la lengua española de su tiempo termina no ya superando esos modelos sino revitalizando y renovando de modo inusitado la lengua de Cervantes – uno de los grandes materialistas metafísicos de la literatura en todos los tiempos-. Por otro lado, apuntemos que habiendo organizado y desencadenado la más sangrienta guerra de Cuba contra España, la de 1895, fue no obstante el más español no ya de todos los cubanos sino de todos los hispanoamericanos. Evidentemente esa españolidad en el enemigo público número uno del Imperio a finales del siglo XIX es la que lo relaciona con miles de años de historia -historia como hija de una cultura- que expandiéndose desde la Hélade Antigua pasa a Roma primero y a España y América después. Hablamos pues de Martí como un afortunado heredero de la Historia de Occidente, de un Occidente incubado durante sueños de siglos en la oscuridad de las oquedades bajo los templos de Apolo -Occidente-Onírico- para expresarse a partir de la esplendente y proverbial luz de Grecia; esa que aún nos alumbra.
Esa luz es recurrente en su Diario, la relación de la luz con la oscuridad, siendo así un autor alejado de lo antiguotestamentario, acercado a lo homérico, concreción americana del arquetipo ilíaco, de suerte que en Santiago de los Caballeros, a punto de partir a Cuba, a la muerte, a la oscuridad de la muerte, oscuridad-luz de la muerte, escribe: «El sol enciende el cielo, por sobre el monte oscuro. Corre ancho y claro el Yaque»… Y más adelante: «Nos rompió el día, de Santiago de los Caballeros a la Vega, y era un bien de alma, suave y profundo, aquella claridad. A la vaga luz, de un lado y otro del ancho camino, era toda la naturaleza americana: más gallardos pisaban los caballos en aquella campiña floreciente, corsada de montes a lo lejos, donde el mango frondoso tiene al pie la espesa caña: el mango estaba en flor, y el naranjo maduro, y una palma caída, con la mucha raíz de hilo que la prende aún a la tierra, y el coco, corvo del peso, de penacho áspero, y el seibo, que en el alto cielo abre los fuertes brazos, y la palma real. El tabaco se sale por una cerca, y a un arroyo se asoman caimitos y guanábanos. De autoridad y fe se va llenando el pecho».
De manera que una localidad dominicana es vista por el vate cubano-español a la luz de una polis griega para concluir con autoridad y fe en el pecho, con el dios y la autoridad en el pecho propios de la religiosidad nórdica; indoeuropea.
El 15 de febrero de 1895, escribe aún más en conexión con lo indoeuropeo, especialmente con lo griego antiguo, sintonía con los sueños, con el alma como sostén del cuerpo, con la sombra y con la luz: «Soñé que, de dos lanzas que había, sobre la lanza oxidada no daba luz el sol, y era un florón de luz, y estrella de llamas, la lanza bruñida. Del alma perezosa, no se saca fuego— Y admiré, en el batey, con amor de hijo, la calma elocuente de la noche encendida, y un grupo de palmeras, como acostada una en la otra, y las estrellas, que brillaban sobre sus penachos. Era como un aseo perfecto y súbito, y la revelación de la naturaleza universal del hombre. — Luego, ya al mediodía, estaba yo sentado, junto a Manuelico, a una sombra del batey».
Luego esa luz de lo ilíaco americano le revela unos soldados que pasan, en el ejercicio de la tarde, bajos y largirutos, enteros y rotos, azules o desteñidos, con sandalias o con botines, el quepis a la nariz, y la bayoneta calada, que marchan y ríen, y ve un cenagal que los desbanda, para después rehacer la hilera alborotosos y a un tal Petit Trou como un cestón de sol, era un domingo, y vagos grupos de personas, planchadas y lucientes, viendo (y ojo, siendo vista) los ejercicios de la tropa en la plaza. Después una selva de la que cae, a un lado y otro, la alta sombra.
Ya en Cabo Haitiano: «Hojeo libros viejos: Origins des Découverts attríbuées aux Modernes, de Dutens, en Londres, en 1776, cuando a los franceses picaba la fama de Franklin, y Dutens dice que “una persona fidedigna le ha asegurado que se halló recientemente una medalla latina, con la inscripción “Jupiter Elicius”, o Eléctrico, representando a Júpiter en lo alto, rayo en mano, y abajo un hombre que empina una cometa, por cuya manera se puede electrizar una nube, y sacar fuego de ella”,— a lo que pudiese yo juntar lo que me dijo en Belize la mujer de Le Plongeon, del que se quiso llevar de Yucatán las ruinas de los Mayas, donde se ve, en una de las piedras pintadas de un friso, a un hombre sentado, de cuya boca india sale un rayo, y otro hombre frente a él, a quien da el rayo en la boca. —Otro libro es un Goethe en francés»… Un texto sobre textos que reflejan y relacionan realidades metafísicas de Roma y América, a Júpiter como dios del rayo imperando a ambos lados del Atlántico, asociación de boca y fuego, de la divinidad con el dragón, con lo eléctrico, ¿Júpiter como Poimandres? Además de mencionar a Goethe; escritor este entre los más altos exponentes del realismo metafísico.
Y como en la Hélade, en Haití los animales y las cosas están dotados de alma; la realidad es un mandato de la metafísica. Acá Martí ve o escucha como la luz que viene de la oscuridad, la vida, es anterior al cuerpo, al cuerpo del cocuyo en este caso, y le sobrevive: «De sobremesa se habló de animales: de los caos negros; y capaces de hablar, que se beben la leche, —de cómo se salva el ratón de las pulgas, y se relame el rabo que hundió en la manteca, —del sapo, que se come las avispas, —del murciélago, que se come al cocuyo, y no la luz. Un cao bribón veía que la conuquera ordeñaba las vacas por las mañanas, y ponía la leche en botellas: y él, con su pico duro, se sorbía la primera leche, y cuando había secado el cuello, echaba en la botella piedrecitas, para que la leche subiera. El ratón entra al agua con una mota de algodón entre los dientes, adonde las pulgas por no ahogarse vuelan; y cuando ya ve la mota bien negra de pulgas, la suelta el ratón. El sapo hunde la mano en la miel del panal, y luego, muy sentado, pone la mano dulce al aire, a que la avispa golosa venga a ella: y el sapo se la traga. El murciélago trinca al cocuyo en el aire, y le deja caer al suelo la cabeza luminosa».
Y al desembarcar en Cuba rumbo a la muerte y el fin del Imperio español: «Nos ceñimos los revólvers. Rumbo al abra. La luna asoma, roja, bajo una nube. Arribamos a una playa de piedras, (La Playita, al pie de Cajobabo).» Nadie ha plasmado esa muerte como el pintor Carlos Enríquez -otro artista cubano inmerso en el realismo metafísico, con su obra Dos Ríos- en su ligera, luminiscente, oscura transparencia de tonos ocres y aguados. El caballo desbocado, fiero, el caballo de la guerra, el caballo divino, los dientes mordiendo el espacio-tiempo, rajándolo, rompiéndolo, apocalíptico, piafando en la luz de sangre, en la sombra sacra, la cabeza una lanza rojiza, levantada al cielo, ascensión al cielo, al infinito y la eternidad, el caballo no cae como esperaría el realismo per se, pedestre, sino que sube, no muere sino que vive, se salva por la vía heroica, y junto al caballo, su jinete, el rostro severo en la agonía, sentado impávido sobre la cabalgadura como sobre un trono con alas.
Una luz blanda baña a Martí en el culmen de su batalla, como al anciano en El hijo pródigo de Rembrandt, dominio de la materia vía la irrupción de las fuerzas anímicas, acción volitiva, concentrada como en un remolino en el centro del cuadro, azul en el fondo de la obra, negro el traje del poeta con su pechera blanca, en equilibrio helénico, para ver y ser visto, en un espectro de colores con sus variantes de verdes, magentas, amarillos y grises que se transverberan, fluyen, funden y confunden unos con otros en tanto dos siluetas ondulan, diáfanas y fulgúreas cual dos guajiras, Valquirias que en un abrazo de fuego frío acogen al héroe caído en combate, al aeda áureo que se adentra divinizado en la manigua, Valhalla cubano.