Lazaro Castell
Crónica de las revueltas en el Surgidero. La venganza del cártel de La Habana contra los rehenes.

Domingo: A la media noche del sábado volvieron a quitar la luz. Un grupo de jóvenes que se desvelaron bañados en sudor, que no podían abrir las ventanas por la plaga de mosquitos que dejó las lluvias del cicloncito de la semana anterior, se envalentonaron y salieron a la calle aprovechando la densa oscuridad, y se comenta que lanzaron piedras o botellas al cuartel de Guardafronteras, y colgaron en los postes del alumbrado carteles de «Abajo la dictadura». A las 9:am del domingo, el último cartel seguía escandalizando en una esquina del Barrio del Sapo, con la silenciosa complicidad de los vecinos. Eso fue solo el anuncio de lo que vendría. No pasó ni una hora, y el avispero volvió a alborotarse con lo de San Antonio de los Baños. Luego se corrió la voz que a las 2:pm volverían a quitar la luz hasta las 10:pm. Faltando pocos minutos, vi con sorpresa cómo, en la desierta calle Real, la gente empezó a asomarse en las aceras y a mirar en dirección al centro del pueblo. Alguien me dijo que los grupos de wasap estaban convocando a una protesta en el parque, y que en todos los pueblos y ciudades de Cuba estaba ocurriendo lo mismo. La revuelta parece haber tenido su foco en los predios de la calle del Norte. Un grupo de jóvenes y adolescentes sin afiliación política de ningún tipo, empezaron a desafiarse y a desafiar a los demás para coger temperatura para envalentonarse, y con la misma bajaron por Toledo hasta el Puente del Chivo, gritando consignas e instando a los mirones a sumarse. Dos o tres docenas, no más. Un carro patrulla que me pasó por al lado cuando me dirigía hacia allá, se personó en el parque para intentar disuadirlos. Esto yo no lo vi porque aún no había llegado, pero dicen que los manifestantes le fueron arriba y empezaron a remover el capó del auto, y que los tipos cogieron miedo y se marcharon, dejando el campo de batalla absolutamente abandonado. Transcurrieron diez o quince minutos de consignas, junto a los bustos de Maceo y del patriota local Miguel Felipe. Tres o cuatro docenas. Valor colectivo. Euforia. Estrategias. «¡Si tocan a uno solo, caemos todos!». «Y si arrestan a uno solo todos para allá, y de allí no nos vamos, hasta que lo suelten». Ni un solo «revolucionario» dando la cara. Arranca la manifestación. Del parque baja por toda la calle Real hasta la estación de trenes, dobla izquierda por la calle Maceo cuatro cuadras hasta el cuartel de Guardafronteras, vuelve a doblar izquierda por la calle del Carmen entre vítores a la libertad y contra la dictadura: «¡En Surgidero / no hay miedo! ¡En Surgidero / no hay miedo!». «¡Díaz Canel / singao!». «¡Patria / y vida! ¡Patria / y vida!». «¡Abajo el comunismo! / ¡Abajo!». «¡Libertad, libertad, libertad!». En la populosa calle la manifestación alcanza su pico, con no menos de quinientas almas exaltadas gritando y sonando el claxon de las motorinas, frente a los portales atestados de vecinos que emocionados y sorprendidos dan ánimos y filman con sus teléfonos a lo largo de sus ocho cuadras hasta el arco de la Carretera en la entrada del Surgidero, donde la manifestación indecisa de seguir o no para el pueblo de Batabanó, tres kilómetros al norte, se decanta por girar en U para volver a tomar la calle Real y bajar nuevamente hasta el parque, seis cuadras más abajo. Un segundo mitin junto a los bustos de los próceres. Estrategias. «¡Si vuelven a quitar la luz esta noche, todo el mundo para acá con cazuelas para hacer bulla!». Son las 3:pm, y la euforia decae. Muchos piensan que todo acabó y se dispersan. Los más activos, los que nada tienen que perder y a nada aspiran ya en la patria en la que nacieron, brincan para el cine. Estrategias: «no vandalicen. No rompan. Esto es una manifestación pacífica». Indecisiones: «¿Qué hacemos? ¡Dicen que en Batabanó también se tiraron! ¡Que está en candela, peor que aquí! ¿Qué hacemos? ¡Vamos para allá! ¡No qué va, muy lejos, mucho sol, mucho calor! ¡No importa!». Al fin no más de un centenar se decide y arranca otra vez rumbo al arco de la Carretera a emprender una caminata de 50 minutos para unirse a la gente de Batabanó. Durante el trayecto, los rezagados vamos alcanzándolos en bicicletas y motorinas. Tres kilómetros de carretera desierta que se vencen como agua, en medio de tanta adrenalina. Llegamos al Pueblo. Las aceras de las populosas calles 68 y 66 están atestadas de curiosos indecisos a los que arengamos a que se sumen, pero se abstienen. Al doblar la curva de la gasolinera y alcanzar una panorámica de la calle Real del Pueblo, la euforia alcanza otro pico al ver que los manifestantes están esperándonos a un par de cuadras, frente a la funeraria, al grito de: «¡llegaron los playeros cojones, ahora sí!» Salvamos la distancia corriendo. La emoción es inmensa. Toque de campanas, del claxon de docenas de motorinas, de consignas absolutamente inaudibles…. Ha llegado el momento de pasar por frente a la policía y el cuartel de bomberos, a solo media cuadra. Los que van al frente entrelazan los codos y la manifestación avanza respetando una invisible línea roja trazada en medio de la calle, insultando a los funcionarios y militares del gobierno que están del otro lado, hasta las cuatro esquinas. Llegado a ese punto, bien-bien, hay más de un millar. De las cuatro esquinas avanza hasta la sede del Partido, donde un grupúsculo de mujeres militantes y un par de ancianos «revolucionarios» que apenas pueden sostenerse en pie con sus respectivos bastones, ha acudido al llamado del presidente a «defender las calles». Parecen no tener noción del peligro lo cual es muy peligroso, y valga la redundancia. La euforia alcanza otro pico. Los gritos de «patria y vida» retumban los cimientos de las edificaciones alrededor. Las militantes al fin se guarecen en tropel en la sede del Partido y trancan la puerta dejando fuera a un par de «revolucionarios» que, de inmediato, son agredidos. Yo estoy a media docena de metros en la periferia del tumulto; desconozco la razón. Minutos después me llega una versión. Uno de los «revolucionarios» tuvo la mala idea de replicar «patria o muerte» al «patria y vida», lo que desató la violencia. Otros manifestantes impiden el linchamiento y protegen a los agredidos, mientras otros terceros sacan del tumulto a los exaltados agresores para apaciguarlos. Los «revolucionarios» han sido abandonados a la buena de Dios, en la defensa de la sede de la institución ideológica. Por fin media docena de policías y militares se dignan y hacen acto de presencia diez o quince minutos después, en fila india desde el cuartel de la policía, y en silencio. Son insultados por los centenares de manifestantes que se plantan sentados en el medio de la calle en actitud de protesta pacífica, no obstante, advirtiéndoles que no se atrevan a tocar a nadie, porque habrá respuesta. Una vez que hacen acto de inútil presencia en la regia edificación, los manifestantes se ponen de pie para abandonar los predios del Partido y regresar a las cuatro esquinas. La media docena de uniformados, una vez que confirman que ha pasado el infundado peligro del asalto a la estratégica institución, vuelven sobre sus pasos en fila india sin decir ni jota, de nuevo para el cuartel de la PNR. Vuelve la gente a sentarse en el suelo en actitud de protesta y pacifismo, y cuando pasan de largo, vuelven a ponerse de pie para avanzar tras ellos, para manifestarse, esta vez, en sus narices. Una bocina que carga un joven sobre una motorina repite una y otra vez el tema «patria y vida». Frente a la PNR vuelven las consignas, los insultos, esta vez cara a cara con la otrora temida autoridad, detrás de la invisible raya roja trazada en medio de la calle. Cero violencias. Los agredidos verbalmente actúan con sensatez: no responden. Se corre la voz que hay que cantar el himno nacional. Al fin apagan la música del himno de las protestas, y los manifestantes entonan el himno nacional a capella, como colofón. Son más de las 5: pm. La manifestación baja por la funeraria un par de cuadras hasta un barrio conocido como «el Hueco», y pacta la dispersión. Estrategias. «¡Si meten preso a uno solo de nosotros, para allá vamos todos a plantarnos hasta que lo suelten! ¡Y si nos quitan la luz, de nuevo para el parque con cazuelas!». Un aplauso para Fefa. Tiene 81 años y ha caminado más de cuatro kilómetros desde el Surgidero hasta Batabanó. Sigue negándose a emparrillarse en una motorina, a pesar de las resbalosas aguas albañales que corren por las cunetas. Quiere salir del Pueblo por sus pies; solo después aceptará el aventón. Salvo el incidente en el portal de la sede del Partido, la protesta fue ciento por ciento pacífica. Los muchachitos boinas rojas que custodiaban la shopping, fueron saludados con simpatía. Muchas voces sensatas se alzaban constantemente para recalcar el carácter no violento de la manifestación.Surgidero, 12 de julio de 2021
Lunes: A la 1:59 pm del lunes, la vida en el Surgidero transcurría sin sobresaltos. No habían vuelto a quitar la luz desde la madrugada del domingo, de lo que nos vanagloriábamos. Incluso nos burlábamos de uno de los municipios colindantes que, por no manifestarse en las calles, sufrieron un apagón de no se sabe cuántas horas.
Ni imaginar podíamos que, a las 2:pm empezaría la revancha, con otro apagón. La sensación de burla se apoderó del pueblo, que lo tomó como un abierto desafío. Nadie lo esperaba, luego de más de veinticuatro horas con fluido eléctrico.
Un pequeño grupo de indignados salieron y recorrieron las principales calles, pero esta vez la gente no parecía muy embullada. De pronto, frente a mi casa, empezaron a pasar sospechosas motos y destartalados autos de la era soviética, con funcionarios del Partido, con dirigentes de empresas locales, y con gente del Aparato. Comenzaba la encerrona.
De las altas barandas de un camión de volteo que jamás había circulado por la zona, se veían las cabezas de lo que sin dudas debía ser alguna Brigada de boinas negras, pero de civil. Un destartalado jeep de la segunda guerra mundial, empezó a recorrer las calles del pueblo con un altoparlante que reproducía canciones de Buena Fe. A las 2:30 en la calle Real, en el tramo del Puente del Chivo y el parquecito infantil, comenzaron a congregarse los emergentes líderes surgidos en la protesta del día anterior. En el Puente del Chivo, la presencia de un par de patrullas intimidaba y cohibía a la gente. «¿Qué hacemos? ¿Qué harán?».
Los ánimos fueron caldeándose poco a poco. Volvieron las consignas enarboladas la tarde anterior, los insultos a las autoridades, y bastó solo media hora para que la caldera de la locomotora cogiera el suficiente vapor para echar a andar; y eso hizo. Esta vez éramos muchos menos. Entre cincuenta y cien indignados, no más. Pasamos frente a las patrullas probando fuerza, y nada hicieron. Junto a la logia algún represor nos había puesto un cebo: un puñado de palos podridos, parece que con la idea de que agrediésemos a los funcionarios del gobierno, dándoles así el pretexto para reprimir.
Pero eso no ocurrió. Los manifestantes agarraron los palos podridos y empezaron a partirlos contra sus rodillas y a tirarlos con desafío: «¡no vamos a caer en la trampa!». «¡Esto es pacífico cojones!». En el portal del cine se había congregado el mayor número de funcionarios. Los manifestantes sospechábamos que dentro estaban las tropas especiales de civil aguardando el momento para reprimir. Pasamos, y nada ocurrió. Una breve estancia en el parque.
Seguimos hasta la estación de trenes, doblamos a Maceo, avanzamos, luego doblamos Carmen y avanzamos hasta Toledo, a volver a coger el Puente del chivo y pasar esta vez junto a las patrullas con la conga bayamesa «oye policía pinga / oye policía pinga». Frente al cine, esta vez, los funcionarios y militares de civil empezaron a corear consignas.
Los manifestantes tomamos el parque y respondimos. Cero violencias. Por cada uno que pierde los estribos, hay veinte para atajarlo. Insultos mutuos, consignas. Esta vez el número de manifestantes y el número de contra manifestantes está parejo. Muy pocos son del Surgidero. Únicamente los que no han tenido más remedio que acudir. En uno de los clímax los manifestantes se acaloran y avanzan a discutir cara a cara contra los funcionarios que están frente a la iglesia, y un encapuchado da un golpe y rompe el parabrisas de un Isuzu. Sube la tensión. Los manifestantes enseguida lo identifican: «¡Ese tipo no es de aquí!». «¡A ese tipo ustedes lo infiltraron!».
Con la misma lo persiguen para quitarle la capucha, pero el tipo huye y pasa frente por frente a los comunistas y a la policía, y, obviamente, ninguno lo detiene. Ha vuelto a fallar el intento de violentar la protesta. Una de las poquísimas mujeres probadas del pueblo que ha permanecido en el bando de los comunistas, una de las Jamaiquinas, pasa la «línea roja» y se aventura en territorio «enemigo»: el parque. Es una negrona muy respetada que por su tamaño, coraje y honradez, la buscan en todos los comercios para que controle las colas cuando sacan algo.
«¡Cojone repinga, ustedes pueden ser hijos míos, dejen eso! ¡Esto es un cocodrilo que tiene la boca de este tamaño, y que no entiende!». Nadie le sale al paso. Se da golpes de pecho y desafía a que alguien le vaya para arriba, pero no se atreven, a no ser una adolescente que la encara y no sé qué le dice y ambas adoptan posturas de gallas de pelea a ver cual de las dos tira el primer golpe, pero nada. La Jamaiquina no regresa al bando de los comunistas. Una vez desahogada, se sienta ensimismada en un banco del parque, junto a su pueblo.
Las tensiones bajan. Hombres, mujeres, adolescentes casi niños, se relajan y empiezan a conversar como lo más natural del mundo. Ni los comunistas se van, ni han vuelto a poner la luz. ¡Si tan solo hubiesen puesto la luz! Ah, pero no. La venganza, el escarmiento, está en camino. Solo que a los pobres rehenes judíos del guetto polaco, ni por la cabeza le pasa lo caro que van a pagar este desafío que le han hecho al cártel de La Habana. La migraña hace rato que está martillándome. Mucho sol, y mucha tensión. No me voy por cara de mi familia y mis jóvenes vecinos, que no escuchan Radio Martí, y no tienen idea de lo que esta gente es capaz de hacer con tal de mantenerse en el poder. Al fin se deciden, y abandonamos el parque.
Son más de las 5:pm. No hemos caminado ni una cuadra, cuando nos pasa por al lado un par de patrullas a toda velocidad, y un camión blanco cargado de tropas antimotines. «Vamos que van a dar palos», les digo. Efectivamente. No ha pasado medio minuto, y vemos gente huyendo en desbandada por las calles laterales al parque. Apuramos el paso. Alguien pasa en bicicleta: «¡Al Sapo lo molieron a palos!». El hijo, de diecinueve años que se retiraba junto a nosotros, rompe en cólera y quiere regresar, pero lo atajamos. Las tropas antimotines avanzan apertrechados con cascos y escudos y armados con tonfas y van detrás de los manifestantes que huyen por la calle Zanja hasta el Puente del Chivo, con la misma saña con que los aviones alemanes bombardearon Guernica. Un manifestante regresa y lanza un seboruco. Otros lo imitan envalentonados. Una lluvia de seborucos detiene a los antimotines y los hace retroceder. Los manifestantes huyen otra vez, cuando otro grupo de antimotines amenaza con avanzar por la calle Real. Una furgoneta de la era soviética, fea y cuadrada, avanza a todas velocidad echando el humo prieto detrás de un par de patrullas rumbo a Batabanó, con el parabrisas roto por un seboruco perdido. Luego nos enteramos que al menos cuatro vecinos de mi barrio, la Carretera, van detenidos luego de haber sigo brutalmente apaleados.
A las 7:pm llegan refuerzos. Tres guaguas Yutones cargadas de efectivos uniformados y de civil pasan por frente de mi casa. Los antimotines patrullan las calles, para intimidar, y a la captura de potenciales cabecillas. Una noticia sin confirmar cae como una bomba en el barrio: el Sapo murió por la golpiza. Los ánimos se caldean. Llamaron a preguntar por él, y la respuesta fue «pronóstico reservado». Unas horas más tarde otra información no confirmada dice que no, que está vivo, en el SIUM de San José de las Lajas. Aquí nunca se sabe. Hay que esperar.


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