Soy el Padre Alberto Reyes y «he estado pensando…»
Por P. Alberto Reyes () Camagüey.- Hay una viñeta de la caricatura “Mafalda”, en la cual se da este diálogo entre Mafalda y Susanita: -Me parte el alma ver tanta gente pobre –dice Mafalda.///-¡A mí también! – le responde Susanita.///A Mafalda se le ilumina la mirada y dice:-¡Habría que dar techo, trabajo, protección y bienestar a los pobres!///A lo que Susanita, serenamente, responde:-¿Para qué tanto? Bastaría con esconderlos.
Cuba está asistiendo hoy a un genocidio silencioso. Mucha gente está muriendo, gente que no tendría por qué morir. Pero no son muertes aparatosas, ni de “hijos de papá” y, por otra parte, son muertes que se pueden enmascarar, muertes a las que es fácil quitar visibilidad.
En una isla que se cae a pedazos, a cada rato se derrumba un edificio, o se desploma un balcón mientras alguien está debajo, y tanto la aparatosidad como la normalización del hecho hacen que la muerte no sea noticia.
Aquí y allá escuchamos que tal o cual vecino o familiar murió “de una subida de tensión”, “de una descompensación diabética”… y parece que desconocemos que estas personas llevaban meses sin la medicación necesaria, sin una mísera pastilla para equilibrar su salud.
Se comenta que alguien murió de una infección, y se olvida que esa infección pudo haberla eliminado un simple antibiótico que nunca apareció, o que el germen que provocó la infección lo contrajo el paciente en una sala operatoria por falta de higiene.
El dengue, la violencia, la droga…
El dengue sigue cobrándose vidas aquí y allá, pero nadie habla de epidemia, ni de que es ridículo que en pleno siglo XXI esto siga siendo un problema.
Hay un aumento preocupante de tuberculosis, lepra y hepatitis, pero no es noticia.
Por culpa de los apagones y de la mala infraestructura hospitalaria, han muerto personas que estaban acopladas a respiración artificial, pero de esto está prohibido hablar.
El crecimiento sin precedentes de la violencia está cobrando vidas humanas en todo el país, pero sólo nos enteramos por Facebook.
La droga prolifera cada vez más, especialmente en la población adolescente y juvenil, pero esto no hace que salten las alarmas.
Las familias de los presos políticos han denunciado una y otra vez la falta de atención médica de sus hijos, y el deterioro palpable de su salud, pero nuestros presos políticos hace mucho que dejaron de ser vistos como humanos.
Saquemos los rostros de los muertos.
Los suicidios y accidentes letales entre los jóvenes del Servicio Militar Obligatorio sacuden las redes una y otra vez, pero el dolor de los padres se estrella siempre contra el muro implacable del silencio y de las amenazas, porque esto “no se puede saber”.
Morimos, somos un pueblo que muere. Morimos en casa, morimos en las calles, morimos dentro de la isla, morimos en los mares, morimos en selvas ajenas…
Quiero pensar que, ante tanta muerte, alguien conectado con el poder en este país empatice y diga: “Me parte el alma ver morir a tanta gente”, pero al parecer, de un modo o de otro, la respuesta que recibe es: “Basta con ellos”.
Tal vez por eso, nos toque a nosotros, sociedad civil, hacer ver a todos los rostros de los muertos.
2-agosto 1-2025–He estado pensando… (123) por Alberto Reyes Pías
He estado pensando en los relatos del Génesis
En la Biblia no hay nada al azar. Todo tiene un sentido. No es casual que, justo después del relato del pecado original, venga el pasaje de Caín y Abel.
Después de la ruptura de nuestros primeros padres con Dios, un hijo mata a su hermano, porque cuando una persona le da la espalda a Dios, le da la espalda a su hermano.
Una de las bases de la doctrina marxista-leninista es el rechazo a Dios, llegando a extremos tan ridículos como el de hacerle un juicio a Dios, condenarlo y disparar al cielo para “ajusticiar a Dios”.
La historia ha demostrado que en todo lugar donde se ha instaurado un sistema comunista el resultado no ha
sido otro que la opresión, la falta de libertad, la represión, el sometimiento de la voluntad popular y, por supuesto, el derrumbamiento de la economía: el hambre, la precariedad, la miseria.
Me asombra que personas preparadas, sobre todo intelectuales, sigan afirmando que el problema ha sido una “mala aplicación del sistema”. No, no es una mala aplicación, es que no funciona, no ha funcionado nunca y nunca lo hará, porque es un sistema que parte de la exclusión de Dios, y cuando se excluye a Dios, aquel que lo excluye asume automáticamente el lugar que le corresponde a Dios, y se siente dueño y señor de la vida de los otros.
Cuando los que gobiernan excluyen a Dios, el pueblo empieza a ser, automáticamente, un enemigo
a controlar. Por eso se vuelven contra su propio pueblo.
Después de 66 años de discursos eternos sobre igualdad y justicia social, después de años y años de promesas de felicidad y desarrollo, estamos atascados en un limbo paralizante en el cual apenas se logra sobrevivir.
Bloqueados por la falta de electricidad que detiene la vida, sin capacidad productiva, sin posibilidad siquiera para muchos de recibir el exiguo salario que se les debe, cercados por el miedo a
expresar lo evidente, somos un pueblo abandonado a su suerte, somos el enemigo que puede poner en peligro el estatus y la vida sin límites de los que nos gobiernan, somos los hermanos cuyas vidas no interesan, somos aquellos a los que no importa oprimir y encarcelar, somos los hermanos a despreciar, los
hermanos a los que se puede dejar morir e incluso matar.
Y hay algo más. Cuando el poder llega a ese nivel de oscuridad y cerrazón, la mirada se endurece tanto que se ve al pueblo como el culpable de todo y, en consecuencia, como merecedor de lo que está sufriendo.
Ya no hay empatía, ya no hay autocrítica, ya no hay grietas que permitan que pase la luz. Sólo existe la oscuridad que borra el rostro del hermano y lo convierte en una sombra: la sombra culpable, enemiga, despreciable.
Yo no sé cómo vamos a salir de este limbo, no sé cuándo se romperá esta cadena que nos aprieta cada vez más la garganta, pero algo sí tengo claro: toca a nosotros buscar la salida. No esperemos que nos reconozcan como humanos, como hermanos, porque no pueden. Han dado la espalda a Dios, y las oscuridad los ha sumergido.
3-Agosto 24- . A propósito del XXI Domingo del Tiempo Ordinario
Evangelio: Lucas 13, 22-30

Solemos ver las puertas como promesas: la puerta de la propia casa es la promesa de poder estar a gusto, la puerta de familiares y amigos es la promesa del contacto cálido y reconfortante, la puerta del hospital es la promesa de recuperar la salud perdida, la puerta de la iglesia es la promesa del encuentro con el Dios del amor, del perdón, de la fuerza, de la misericordia.
¿Cuál es la promesa de la puerta estrecha? Es la promesa de elegir lo que nos construye como personas.
El ser humano lleva mal no sólo el sufrimiento sino el malestar. Instintivamente, hacemos todo lo posible por evitar lo que pueda hacernos sentir mal.
Hay sufrimientos y malestares que son evitables: la comida evita el hambre, el abrigo el frío, el analgésico el dolor…
Otros sufrimientos no son evitables: la muerte de un ser querido, una enfermedad crónica, las pérdidas producto de accidentes y desastres… Son sufrimientos que necesitamos aceptar y aprender a caminar con ellos.
Pero hay sufrimientos que llegan a nuestra vida como la consecuencia de la elección de una puerta estrecha, sufrimientos y malestares que vienen unidos a la elección de un bien que nos sacude el alma.
El único modo de pasar por una puerta estrecha es contraerse, hacerse pequeño, la pequeñez necesaria para disponerse a servir y ayudar, la pequeñez necesaria para aceptar a Dios como criterio y punto de referencia de la propia vida.
No se puede ser buen esposo o esposa sin hacerse pequeño para estar disponible, para frenar las quejas inútiles y las broncas innecesarias, para ceder cuando es lo mejor para los dos y para ser capaz de decir: “lo siento”, “perdóname” o “tienes razón”.
No se puede ser buen padre sin hacerse pequeño para cuidar, atender, y proteger con paciencia a aquellos que lentamente van abriéndose a la vida.
No se puede ser buen hijo sin la pequeñez que implica mantenerse cercano y atento a los padres a pesar de la vorágine de la propia vida, y de adaptarse, poco a poco, al declive de aquellos que un día fueron tus héroes.
No se puede ser buen cristiano sin hacerse pequeño para vivir el Evangelio en aquello que cuesta y duele, para aceptar la necesidad de la propia conversión, para incorporar la sana obsesión de Jesús por la voluntad del Padre.
Y hacerse pequeño no es algo que brota espontáneamente sino algo que necesita ser atendido, cultivado, ejercido.
Estrecharse no suele ser agradable, si bien, al final, renunciar a uno mismo para elegir el bien mayor nos pacifica y plenifica.
Por eso el Señor nos advierte de que “hay últimos que serán primeros y primeros que pueden terminar siendo últimos”, porque cuando olvidamos el valor de la puerta estrecha, nos volvemos incapaces de entender que lo que realmente nos construye como personas es el servicio y la amabilidad que, a pesar de los precios, nos convierte en la bendición para la cual fuimos creados.